09 de marzo…

Hoy he tenido muchas ganas de llorar, por eso he retomado este espacio que tenía muy abandonado.

En el colegio hemos tenido puros hombres, dado el paro de mujeres organizado este día. Hemos tenido un intento de reflexión con ellos sobre la situación que se vive en nuestra sociedad. Y digo intento, porque, al menos en el grupo que me tocó dirigir, no pude más que experimentar frustración. Pero era de esperarse, ¿cómo pretendo que en una sesión se erradique un estilo de vida que margina y excluye, que se ha venido transmitiendo de generación en generación?

He sentido frustración porque no pude llevarlos más allá de una serie de afirmaciones con una clara postura antievangélica y que está tan arraigada en una parte de la sociedad que vive en una burbuja en donde el progreso personal es lo principal, y en donde la empatía, la solidaridad y la compasión no son más que un asunto teórico, muchas veces muestra de debilidad e inferioridad. Frustración porque, además, algunos de estos miembros se asumen como «muy creyentes» y pro-vida. Frustración porque creen profundamente que la naturaleza determina el rol social-familiar que debemos de asumir. Frustración porque la lógica de la acumulación de capital es la que debe decretar las oportunidades que reciban hombres y mujeres. Frustración porque a pesar de saber que las cosas están mal, la actitud es la de dejar que sigan así, porque «es algo muy difícil de cambiar» o porque «todos somos así y no hay nada qué hacer». Frustración ante la actitud victoriosa que se pavonea así al asumir que un silencio lleno de indignación y coraje es una derrota y la evidencia de su razón. Frustración ante la perspectiva que responsabiliza a la víctima de su sufrimiento. Frustración ante la burla y el desprecio por una jornada en la que reflexionamos sobre la desigualdad, la injusticia y la violencia, porque al fin y al cabo, su estilo de vida está tan ensimismado que las batallas de otros aparecen como un absurdo que hay que minimizar…

Al final, sólo la esperanza en Jesús es la que me ha sostenido ante el derrumbamiento de mi corazón. Pido a Dios, y a todas mis hermanas y hermanos, que me perdonen por todas esas veces en que yo he sido igual (que no son pocas). Y como Jonás, queriendo huir, pero yendo al final, retomaré la misión que me ha sido encomendada.

 

Sobre la diversificación de la creación

Hoy mientras estudiaba el ‘Tratado de la creación’ presente en la «Suma de Teología» de Santo Tomás me encontré con una enseñanza muy importante para el mundo en el que vivimos. En la cuestión 47, artículo 1, el Aquinate desarrolla una defensa de la diversificación de la realidad frente al hecho de ser efecto de un solo principio. Entender esto es muy importante para valorar la pluralidad de nuestro entorno, sobre todo desde un ámbito cristiano.

Es común que tendamos a la univocidad, o en palabras coloquiales, a querer recortar todo con la misma tijera, de tal manera que la realidad sea sólo de una manera específica (siempre la nuestra). El fundamento para ello es la idea de que al ser efecto de un solo principio es contradictorio pensar en lo múltiple. Sin embargo, es preciso comprender que tal contradicción en realidad no existe, puesto que como dice santo Tomás, «Dios aun cuando se uno, puede hacer muchas cosas». ¿Cómo es posible esto? El mismo Tomás lo defiende de esta manera (en la cuestión 15): «Que esto no es contrario a la simplicidad divina es fácil de ver si se tiene presente que la idea de lo hecho está en la mente del que lo hace como algo que se conoce». Así, la multiplicidad de lo real, incluyendo con ello el fruto de la actividad propiamente humana, está fundamentada ontológicamente.

Ello no termina allí. Santo Tomás, en la misma cuestión citada al principio,  expresa la razón de esta multiplicidad de la siguiente manera: «La diversificación y la multiplicidad de las cosas proviene de la intención del primer agente, que es Dios. Pues produjo las cosas en su ser por su bondad, que comunicó a las criaturas, y para representarla en ellas. Y como quiera que esta bondad no podía ser representada correctamente por una sola criatura, produjo muchas y diversas a fin de que lo que faltaba a cada una para representar la bondad divina fuera suplido por las otras. Pues la bondad que en Dios se da de forma total y uniforme, en las criaturas se da de forma múltiple y dividida». La diversidad es necesaria para expresar de mejor manera (aún insuficiente) la bondad del ser divino. En otras palabras lo múltiple de la creación, incluyendo con ello la diversidad cultural, es expresión de la bondad absoluta. Ninguna parte de este todo que es el cosmos puede considerarse como la manifestación exclusiva del Bien sumo. La bondad de Dios se expresa en la diversificación de la realidad.

Pero, ¿por qué tendemos a uniformar todo? Pues por la razón de que todo apunta y va hacia el uno infinito que es Dios. No es una tendencia a la univocidad o uniformidad, sino a la unidad, conceptos totalmente diferentes. Deseamos estar juntos, más no ser lo mismo, porque somos imagen y vestigio del ser creador: una comunidad, la Trinidad.

Risultati immagini per diversidad

¡Viva Cristo Rey!

Hemos llegado al último domingo del tiempo ordinario. La Navidad, y su tiempo de preparación, están a la vuelta de la esquina. Hoy es el domingo en el que «heroica» y/o «patriotamente», los cristianos católicos gritamos que Jesús es el Rey de reyes. Pero, ¿realmente tomamos conciencia de lo que esto implica? ¿Estamos entendiendo a qué Reino nos referimos cuando decimos que Jesús es el Rey?

A veces, los cristianos no entendemos muy bien esto del Reino de Dios. Lo imaginamos de maneras «muy extraordinarias» o «muy poco extraordinarias». En unas pensamos literalmente a Jesús en el cielo, lleno de angelitos, dando órdenes para el funcionamiento correcto del mundo, haciendo milagros y determinando absolutamente todo, como un buen titiritero. En las otras imaginamos que este Reino tiene que ser conforme a nuestro estilo político (siempre tiránico), por lo que buscamos ordenar la sociedad mediante la imposición de leyes que contengan nuestros «valores cristianos». Pero, ¿realmente este es el Reino del que Jesús habla en los evangelios? Basta con que nos fijemos en el texto que se propone para la celebración de hoy (Mt. 25, 31-46) para darnos cuenta que estas imágenes olvidan lo esencial.

Es necesario que al proclamar a Cristo como nuestro Rey entendamos primero de qué Reino estamos hablando. Aquí (Catecismo de la Iglesia Católica) y aquí (un cuadernillo bíblico) puedes encontrar información adicional sobre el tema. No obstante, sería importante que meditáramos el texto evangélico de esta liturgia dominical. El Reino que nos presenta Jesús es uno donde a Él nos lo encontramos en el más pequeño, en el abatido, en el marginado, en aquéllos donde según nuestra lógica Él no podría estar. Es un Reino en el que la vida cotidiana está marcada por su presencia, no de manera romántica, cursi, sino interpelante, exigente. Es un Reino donde la única Ley es el Amor, que se manifiesta siempre en la misericordia. Un Reino en el que sus ciudadanos están siempre en salida, en la calle, buscando un mundo más humano…

Proclamar a Jesús como Rey del universo debe hacernos tomar conciencia de nuestra participación en su Reino. También debe llevarnos a la acción, ahí donde está el sediento, el hambriento, el desnudo, el preso, el enfermo. De lo contrario, esa declaración no es más que la misma alabanza hipócrita que se le dio a Jesús el día de su entrada a Jerusalén, poco antes de que fuera enjuiciado, condenado y asesinado en la Cruz. Más que por nuestros labios, a Jesús se le reconoce como Rey de todo lo existente en nuestras acciones cotidianas, pequeñas o grandes, especialmente en aquéllas donde el insignificante, pobre, pequeño o marginado es significado, enriquecido, engrandencido y admitido. Que esta solemnidad no sea un alienante religioso más (de los que hay muchos y que Jesús mismo criticó) sino un momento de encuentro con el Señor que nos levante y nos haga andar a su encuentro en el hermano.

Ante la crisis eclesial

Reproduzco íntegramente el manifiesto «Ante la crisis eclesial» firmado por poco más de 300 teólogos y pensadores católicos el pasado año 2009, donde éstos se solidarizan con el entonces Papa Benedicto XVI ante la serie de complicaciones y problemáticas que salen a flote debido al nefasto manejo de la jerarquía católica. Ya han sido 8 años desde entonces, la Iglesia de América Latina sigue esperando suceda tal renovación…

Resultado de imagen para curia romana

Somos conscientes de que este escrito es un procedimiento extraordinario, pero nos parece que también es extraordinaria la causa que lo motiva: la pérdida de credibilidad de la institución católica que, en buena parte, es justificada y que los medios de comunicación han convertido ya en oficial, está alcanzando cotas preocupantes. Este descrédito puede servir de excusa a muchos que no quieren creer, pero es también causa de dolor y desconcierto para muchos creyentes. A ellos nos dirigimos principalmente.

1- La Iglesia fue definida desde antiguo como santa y pecadora, “casta prostituta”. Crisis graves no han faltado nunca en su historia, y la actual puede dolernos pero no sorprendernos. Toda crisis es siempre una oportunidad de crecimiento, si sabemos en estos momentos “no avergonzarnos del Evangelio” y amar a nuestra madre. Sabiendo que el amor a una madre enferma no consiste en negar o disimular su enfermedad sino en sufrir con ella y por ella. Si deseamos una Iglesia mejor no es para militar en el club de los mejores, sino porque el evangelio de Dios en Jesucristo se la merece.

2 No hay aquí espacio para largos análisis, pero parece claro que la causa principal de la crisis es la infidelidad al Vaticano II y el miedo ante las reformas que exigía a la Iglesia. Ya durante el Concilio se hicieron durísimas críticas a la curia romana. Más tarde Pablo VI intentó poner en marcha una reforma de esa curia, que ésta misma bloqueó. Es muy fácil después convertir a un papa concreto en cabeza de turco de los fallos de la Curia.
Por eso preferimos expresar desde aquí nuestra solidaridad con Benedicto XVI, a nivel personal y a pesar de las diferencias que puedan existir a niveles ideológicos: porque sabemos que los papas no son más que pobres hombres como todos nosotros, que no deben ser divinizados. Y que si algún error grave se cometió en todos los pontificados anteriores fue precisamente el dejar bloqueada esa urgente reforma del entorno papal.

3 Una de las consecuencias de ese bloqueo es el injusto poder de la curia romana sobre el colegio episcopal, que deriva en una serie de nombramientos de obispos al margen de las iglesias locales, y que busca no los pastores que cada iglesia necesita, sino peones fieles que defiendan los intereses del poder central y no los del pueblo de Dios.
Ello tiene dos consecuencias cada vez más perceptibles: una es la doble actitud de mano tendida hacia posturas lindantes con la extrema derecha autoritaria (aunque sean infieles al evangelio e incluso ateas), y de golpes inmisericordes contra todas las posturas afines a la libertad evangélica, a la fraternidad cristiana y a la igualdad entre todos los hijos e hijas de Dios, tan clamorosamente negada hoy.
Otra consecuencia es la incapacidad para escuchar, que hace que la institución esté cometiendo ridículos mayores que los del caso Galileo (pues éste, aunque tenía razón en su intuición sobre el movimiento de los astros, no la tenía en sus argumentos; mientras que hoy la ciencia parece suministrar datos que la Curia prefiere desconocer: por ejemplo en problemas referentes al inicio y al fin de la vida). La proclamada síntesis entre fe y razón se ve así puesta en entredicho.

4 Pero más allá de los diagnósticos, quisiéramos ayudar a actitudes de fe animosa y paciente para estas horas negras del catolicismo romano. Dios es más grande que la institución eclesial, y la alegría que brota del Evangelio capacita hasta para cargar con esos pesos muertos. No vamos a romper con la Iglesia, ni aunque hayamos de soportar las iras de parte de su jerarquía. Pero tememos la lección que nos dejó la historia: las dos veces en que el clamor por una reforma de la Iglesia fue universal y desoído por Roma, están relacionadas con las dos grandes rupturas del cristianismo: la de Focio y la de Lutero.
Ello no significa que la ruptura fuese legítima: sólo queremos decir que no pueden tensarse las cuerdas demasiado. Tampoco vamos a romper, porque la Iglesia a la que amamos es mucho más que la curia romana: sabemos bien que apenas hay infiernos en esta tierra donde no destaque la presencia callada de misioneros, o de cristianos que dan al mundo el verdadero rostro de la Iglesia.

5 Durante gran parte de su historia, la Iglesia fue una plataforma de palabra libre. Hoy nadie creerá que un santo tan amable como Antonio de Padua pudiera predicar públicamente que mientras Cristo había dicho “apacienta mis ovejas”, los obispos de su época se dedicaban a ordeñarlas o trasquilarlas. Ni que el místico san Bernardo escribiera al papa que no parecía sucesor de Pedro sino de Constantino, para seguir peguntando: “¿hacían eso san Pedro o San Pablo? Pero ya ves cómo se pone a hervir el celo de los eclesiásticos para defender su dignidad”.

Y terminar diciendo: “se indignan contra mí y me mandan cerrar la boca diciendo que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos. Más preferiría cerrar los ojos para no ver lo que veo”… Precisamente comentando este tipo de palabras, escribía en 1962 el papa actual (en un artículo titulado “libertad de espíritu y obediencia”): “¿es señal de que han mejorado los tiempos si los teólogos de hoy no se atreven a hablar de esa forma? ¿O es una señal de que ha disminuido el amor, que se ha vuelto apático y ya no se atreve a correr el riesgo del dolor por la amada y para ella?”.
Así quisiéramos hablar: no nos sentimos superiores, pues conocemos bien, en nosotros mismos, cuál es la hondura del pecado humano.
La Escritura, hablando de los grandes profetas, enseña que su destino no es el protagonismo sino la incomprensión; y ante eso nos obligan las palabras del apóstol Pablo: “si nos ultrajan bendeciremos, si nos persiguen aguantaremos, si nos difaman rogaremos”. Pero nos sentimos llamados a gritar porque también hay allí una imprecación impresionante que tememos tenga aplicación a nuestro momento actual: “¡por vuestra causa es blasfemado el nombre de Dios entre las gentes!”.
“Fijos los ojos en Jesús, autor y consumador de la fe” sabemos que podemos superar estos momentos duros sin perder la paciencia ni el buen humor ni el amor hacia todos, incluidos aquellos cuyo gobierno pastoral nos sentimos obligados a criticar. Este es el testimonio que quisiéramos dar con estas líneas.

Firma: Juan Antonio Estrada, Imanol Zubero, Juan José Tamayo, Evaristo Villar, Benjamín Forcano, Matilde García-Aguiló, José Ignacio González Faus, Juan Masiá,  Hilari Raquer, Antonio Duato, et al.

Jesús fue un laico

Texto escrito por Rufino Velasco y publicado originalmente (según creo) por teologos.info el 9 de marzo de 2015

Parece claro que los sumos sacerdotes lo condenaron a muerte, porque se había metido a saco con lo que pasaba en el templo de Jerusalén, y no estaba dispuesto a admitir que se hubiera convertido en cueva de bandidos; «volcando las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían palomas» (Mt 21, 12-13), al fin cogió un látigo y, sin más miramientos, los echó a todos fuera del templo.
Habría que recordar aquí la parábola del buen samaritano, que Jesús emplea para explicar a un jurista quién es su «prójimo»: sucedió que bajaba un hombre por aquel camino que iba de Jerusalén a Jericó, y en aquel momento unos bandidos arremetieron contra él y le dejaron allí medio muerto. Por allí pasaba un “sacerdote” que, “al verlo, dio un rodeo y pasó de largo”. Y lo mismo pasó con un “levita” que, al acercarse por aquel mismo lugar, “dio un rodeo y pasó de largo” (Lc 10, 30-32).
Se da por supuesto en esta parábola que ya se sabe para qué están los sacerdotes y levitas del templo: para el gran negocio de atender al servicio del altar, y que eso les dispensa de las demás preocupaciones, entre ellas hacerse el desentendido ante un problema tan grave como aquel hombre al que los bandidos habian dejado maltrecho y casi muerto en el camino.
Ante él surge un samaritano, un hereje para los judíos, que hace con ese hombre todo lo que había que hacer para semejante caso: «le dio lástima; se acercó a él y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino; luego le montó en su propia cabalgadura, le llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta»(Lc 10, 30-35).
Es decir, hizo por él lo que Jesús, que no se porta como el sacerdote y el levita del templo, hubiera hecho por aquel hombre, e hizo por los más necesitados de su pueblo. Lo que no hacen los sacerdotes del templo es exactamente lo que hace el laico Jesús por aquella persona.
Jesús fue permanentemente un Laico
Pero aquí las cosas comienzan a estar claras cuando a alguien se le ocurre escribir eso que en el Nuevo Testamento se llama la Carta a los Hebreos. Una carta donde se dice, sin más, que Jesús es sacerdote. Se dice rotundamente, y además se dice con una tal novedad que no entronca para nada con el sacerdocio del pueblo de Israel. Con toda intención se contrapone el sacerdocio de Melquisedec al sacerdocio de Aarón, para concluir que Jesús es sacerdote «en la línea de Melquisedec, no en la línea de Aarón» (Hb 7, 11).
Era un tiempo en que vivía un personaje llamado Melquisedec, en tiempos de Abrahán, cuando no existía para nada el pueblo de Israel, y Melquisedec quer1a decir «rey de justicia», «rey de paz», cuando era a la vez «sacerdote del Altísimo», y de este hombre se dice en la carta a los Hebreos que Jesús era «sacerdote en la línea de Melquisedec».
¿Por qué dice esto el autor de este escrito? Porque, según él, en Jesús se da radicalmente un «cambio del sacerdocio», pasa a ser otra cosa muy distinta del sacerdocio de Israel. Es cosa bien sabida que «Jesús nació de Judá, y de esta tribu nunca habló Moisés tratando del sacerdocio»(Hb 7, 13-14), no pertenecía a la tribu de Levi, que era la tribu del «sacerdocio levítico».
Así pues, Jesús era de la tribu de Judá y, como tal, nunca perdió la categoría de «laico» que presentó durante toda su vida, por más que en esta carta del Nuevo Testamento se cargue sobre él la categoría de «sacerdocio». Por más que en esta carta se trate de decir que Jesús es «sacerdote», y aun «sumo sacerdote», o «gran sacerdote», no habrá que perder de vista jamás este cambio radical que se ha realizado en Jesús, por lo cual él permanece siendo un laico para poder así ejercer un nuevo tipo de sacerdocio.
Es de gran interés para esta carta precisar bien esta gran novedad del sacerdocio de Jesús, por lo cual se contradistingue bien de todo otro tipo de sacerdocio: Jesús fue sacerdote «según la fuerza de una vida indestructible» (Hb 7, 16).
Lo cual nos remite directamente a la vida histórica de Jesús: Jesús hizo de su vida una tal «ofrenda de si mismo», una entrega tan radical por la liberación de su pueblo, que terminó en la cruz. Pero la muerte de Jesús no fue su destrucción, sino al revés: la que consumó su vida como una realidad indestructible, la que le convirtió en «el hombre consumado para siempre» (7, 27-28).
Es evidente que llamar a esto «sacerdocio» obliga a salirse de las categorías habituales, y acercarse a él como a una realidad absolutamente nueva. Es lo que se hace en este escrito del Nuevo Testamento: lo mismo que el «sumo sacerdote» del templo lleva la sangre de los cadáveres de los animales para el rito de la expiación, pero luego esos cadáveres «se queman fuera del campamento», pues de la misma manera Jesús, para consagrar al pueblo con su propia sangre, «murió fuera de las murallas» (13, 10-12). Jesús fue expulsado fuera de la ciudad por los sacerdotes del templo, y allí, en contradicción con todo lo que se hace en el templo de Jerusalén, Jesús aparece como un laico por más que se le represente convertido en sacerdote: «nosotros tenemos un altar (el altar de la cruz) del que no tienen derecho a comer los que dan culto en el tabernáculo» (13, 10).
Rasgos fundamentales del mensaje de Jesús como Laico
Jesús permanece siempre laico. Todo lo que hizo en su vida histórica fue claramente laica, determinado por su condición de ser de la tribu de Judá, no de la tribu de Levi. Jesús aparece tan claramente como un laico, tan distante de toda realidad sacerdotal, que lo que siempre habrá que tener en cuenta es que en él se ha realizado un «cambio del sacerdocio» por lo que no se parece en nada al sacerdocio del pueblo de Israel. La cuestión de Jesús se va siempre por unos derroteros que contradicen su condición de sacerdote: se va, por ejemplo, por los pobres, que fue siempre lo que fascinó a Jesús. Así continúa puntualmente su función como laico.
a) Los privilegiados de Dios son los pobres: Hasta tal punto se distancia Jesús del sacerdocio del templo que esto le obliga a preocuparse de algo que ha sido desde el principio muy querido por él: los pobres de su pueblo.
Pero esto nos fuerza a poner en primer plano las «Bienaventuranzas» de Jesús, que fue lo primero de que se preocupó Jesús al poco tiempo de haber comenzado su misión en Cafarnaún. «Dichosos vosotros los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios»: esta es la primera bienaventuranza que proclama Jesús. Los pobres, que eran la gran mayoría del pueblo de Israel, pasan a ser los preferidos de Jesús, porque eran también los preferidos de Dios, cuyo Reino comienza a proclamar Jesús como la gran alternativa entre ricos y pobres en que va a centrar su misión.
Jesús sabía muy bien cuán deteriorada y falsificada estaba la imagen de Dios en su mundo, y más directamente en los dirigentes religiosos de su pueblo. En tales circunstancias, no basta con que los dirigentes digan que representan a Dios, ni de actuar en su nombre. En la primera bienaventuranza aparece con toda claridad que Dios está en otra parte que donde solemos colocarle los hombres para manipularlo en favor nuestro. Más exactamente: Dios está en la parte contraria de donde le han colocado los poderosos de su tiempo, lo mismo los dirigentes religiosos judíos como el poder imperial romano en Palestina. Esa parte contraria es el ámbito de los pobres, de los sometidos y marginados, dentro del pueblo de Israel.
No es nada fácil captar la carga subversiva de este mensaje de Jesús: los que hasta entonces no habían contado para nada en la construcción de aquella sociedad, porque en realidad no servían para nada, son los que cuentan para Dios a la hora de construir su Reino. No era de la parte «religiosa» de su pueblo, ni siquiera del templo de Jerusalén, de donde cabría esperar las promesas de Dios para su pueblo, sino de las manos de un laico como Jesús.
Pero no hay que olvidarse de las malaventuranzas que Jesús dedica a los prepotentes de su pueblo: “¡Ay de vosotros los ricos, porque ya tenéis vuestro consuelo!» (Lc 6, 20-24). En otra ocasión, cuando Jesús se encuentra con un joven rico, que renuncia a seguirle porque “tenía muchas posesiones”, aprovecha para decirles a sus discípulos: “¡Con qué dificultad van a entrar en el Reino de Dios los que tienen el dinero!…Más fácil es que pase un camello por el ojo de una aguja que no que entre un rico en el Reino de Dios” (Me 10, 22-25).
No podría decirlo Jesús más claro: emplea un símil, que pronto se convertirá en proverbio, para explicar lo difícil que es que un rico entre en el Reino de Dios. Y esto nos obliga a considerar quiénes son los ricos dentro de su pueblo: los poderosos y los opulentos, que son los que tienen el dinero en el pueblo de Israel. Estos son, sin duda, los sacerdotes del templo, que lo han convertido en un «mercado» (Jn 2, 16) Y en la irrisión de la gente. Nadie podía lanzar en nombre de Dios la corrupción del templo sino un laico como Jesús, que había puesto en vigencia, contra los ricos, los preferidos de Dios que son los pobres, de manera que la Buena Noticia que es el Evangelio pertenece únicamente a los pobres.
b) El buen samaritano: Jesús presenta siempre como un «prójimo» a toda la inmensa mayoría de los pobres que forman parte de todo el pueblo de Israel. Ese “prójimo» que, para el sacerdote y el levita «dan un rodeo y pasan de largo», sucede que a Jesús «le dio lástima», es decir, «le conmovieron las  entrañas» al ver lo que acababa de ver.
En otra ocasión, cuando da de comer a cinco mil hombres, y ocasionó un entusiasmo popular en torno a él, «le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor» (Mc 6, 34). ¿Qué es lo que ocurrió a Jesús? Pues le ocurrió que «se le conmovieron las entrañas» al ver a tanta gente a quien los dirigentes del pueblo habían abandonado a su suerte. Un laico como Jesús, que se compadece de los pobres, es capaz de responder como nadie a la inmensa muchedumbre de los pobres que los sacerdotes del templo habían dejado abandonados como ovejas sin pastor. El laico Jesús sabe que «mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco y ellas me siguen, y les doy vida eterna; no perecerán para siempre y nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10, 27-28).
c) El «pueblo sacerdotal»: Jesús fue el «arrojado fuera de la ciudad» por los sacerdotes de su pueblo. Sólo desde él nosotros los cristianos somos un «pueblo sacerdotal» que estamos llamados a salir donde él fue arrojado: «Salgamos, pues, donde él fuera del campamento, cargando con su oprobio, pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la futura». Y se nos recuerda lo que deberíamos tener siempre presente: «No os olvidéis de hacer el bien, ni de la puesta en común de los bienes: esos son los sacrificios que agradan a Dios» (Hb 13, 13-16).
d) El final de la historia: Jesús fue definitivamente un laico. Sólo al final de la historia, todos los hombres serán llamados a aparecer delante de él: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me recogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y fuisteis a verme». ¿Cuándo pasó todo esto? «Cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo» (Mt 25, 35-40). «El criterio determinante del juicio de Dios sobre la historia no va a ser un criterio religioso, sino estrictamente laico»,dice un conocido teólogo Latinoamericano.

Resultado de imagen para expulsión de los mercaderes pintura el greco
«La purificación del templo o la expulsión de los mercaderes», 1568, El Greco. Galería Nacional de Arte, Washington D.C.

Ideas del Papa Francisco en el cierre del año de la misericordia

El texto es prácticamente toda la homilía del Papa en la misa de clausura de este año de la misericordia (20 de noviembre de 2016), pero acomodada en puntos para una mejor atención. Espero sea de utilidad para quien los lea, tanto como han sido para mí.

1. Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18,36); pero justamente es aquí —nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura—, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1,13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas.

2. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente.

3. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1 Co 13,7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.

4. Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.

5. […] sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar.

6. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».

7. Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación [poder y éxito], a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra.

8. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial.

9. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera.

10. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.

11. Dios, a penas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.

12. Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza.

13. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás.

 

Viernes santo

Texto que publiqué originalmente el 26 de marzo de 2016 en el blog existencia y sentido que he descontinuado.

Quiero compartir la reflexión que nace de las vivencias de este día, viernes santo. Para los cristianos (católicos) debería tener una relevancia, ya que es el día que anualmente conmemoramos la muerte de Jesús, el Cristo. Pero vaya que se queda en el debería… Me duele -lo digo con el corazón en la mano- ver la esquizofrenia (¿hipocresía?) que manifestamos los que decimos seguir al Señor. Y es que es un hecho que los creyentes en la revelación de Dios, transmitida en la persona de Jesús, somos mera apariencia, pura lengua, ‘devociones’, y poco o nulo compromiso con Dios y con nuestro entorno.

Todo este pensar, aunque no es nuevo en mí, surge al reflexionar sobre José de Arimatea, aquél seguidor del Nazareno que siendo un judío de renombre, sin importarle lo que digan de él, es de los pocos (al menos según las narraciones evangélicas) que sigue completamente la travesía del Calvario hasta el último momento, e incluso, es el único que pide el cuerpo de Jesús para darle digna sepultura.

Ser auténtico discípulo de Cristo exige la capacidad de seguirlo hasta la cruz. Ante todo la cruz del Señor, pues ¿cómo alguien puede llamarse genuino seguidor si no es capaz de estar a los pies de su Señor en los momentos de sufrimiento? Pero, también la propia, ¿cómo alguien puede aprender a cargar la cruz lejos de ésta? ¿Cómo alguien puede llamarse cristiano si no es capaz de asumir el sufrimiento redentor de Cristo? Si algo nos enseña José de Arimatea es esa tenacidad para estar con Cristo hasta los últimos momentos. Cristiano es aquél que sigue a su Señor hasta la muerte.

Ser auténtico discípulo de Cristo exige valentía para ser fiel y coherente. Pienso que la mayor valentía que alguien puede mostrar es cuando es coherente con sus principios, ya que hablar (o escribir) es muy fácil, pero vivir lo que se piensa o se dice, no; y más cuando de por medio está nuestro renombre, pues a veces, ser fiel a nosotros mismos o a Dios, conlleva la burla del entorno en el que nos encontramos. José era no cualquier judío, sino un miembro del Sanedrín, que aunque al principio de su seguimiento lo hizo clandestinamente, en el momento decisivo se mostró fiel y coherente. Cristiano es aquél que es fiel y coherente con su Señor hasta la muerte.

Ser auténtico discípulo de Cristo exige no ser presuntuoso. ¿Cuántos no anduvieron presumiendo que andaban con Jesús, pero que a la hora de su sufrimiento y muerte no estuvieron con él? A José de Arimatea no lo vemos en los grandes momentos de la vida pública del Nazareno, pero a los pies de la cruz sí que está. ¿Dónde está Pedro, el que dijo que lo seguiría hasta el final? ¿Dónde están sus apóstoles? ¡Uno de ellos fue el traidor! José nos enseña que el seguimiento exige humildad, sencillez, modestia. Cristiano es aquél que no anda presumiendo de su fe porque prefiere vivirla.

Ser auténtico discípulo de Cristo exige generosidad comprometida. Cuando se habla de generosidad no sólo se hace referencia a lo económico, pues uno tiene otras cosas para donar, como tiempo, como talentos… como compromiso con el que sufre o agoniza. José fue con Pilato para pedir el cuerpo de Jesús; José compró una sábana para envolver el cadáver; José compró el sepulcro donde descansaría el Señor. Cristiano es aquél que generosamente se compromete generosamente hasta la muerte.

¿Qué sería de este mundo si los cristianos fuéramos auténticos? ¿Qué sería de este mundo si los cristianos siguiéramos a Jesús como José de Arimatea? ¿Qué sería de nuestra sociedad si las familias enseñaran estos valores con el propio testimonio y no con las palabras y devociones bonitas? ¿Qué sería de una Iglesia así? Definitivamente, la realidad sería distinta y la Iglesia daría más fruto de lo que ya da; pero mientras los cristianos no nos comprometamos tan siquiera a vivir los días santos (ni a nada), seguiremos esperando un mundo mejor…

‘El Descendimiento’ de Domingo Valdivieso y Henarejos, 1864.